Aquellas palabras
Autora: María Magdalena Carranza
del libro El milagro de la palabra - Creadores Argentinos 2010
La autora obtuvo el Premio Nacional Escritor 2010
Nunca le di importancia a aquellas palabras de mi padre. “Cuando algún día te falte lo necesario para vivir, busca este mapita” En ese tiempo yo era chico y él me mostraba un mapa donde había dibujado un camino, que finalizaba en las raíces de un ombú que teníamos en la chacra. Después de mostrármelo, lo guardó en un baúl, donde tenía sus pertenencias más íntimas. Había venido de pequeño, con sus padres de Italia, en la década del diez. Se ubicaron en la zona del Partido de General Rodríguez, cerca del Arroyo La choza. Allí compró, financiadas unas hectáreas, ellos venían del campo y aquí decidieron seguir su vida en el mismo, sólo que aquí todo era inmenso, todo era prometedor. Así fue, que mi abuelo puso un tambo, la zona era agropecuaria, pero también, se criaban ganado, Ellos además de las vacas, tenían algunos caballos para su uso personal, tuvo un criadero de aves y una huerta para consumo de la familia.
Cuando mis abuelos murieron, quedó mi padre en su lugar. Mi tía se había ido a la capital a estudiar, cuando se recibió de Perito Mercantil, consiguió un trabajo y allí se quedó. Mi padre decía, que a ella, que había nacido aquí, no le gustaba el campo. También se casó y venía muy poco al pueblo, diría mi padre, nunca.
Recuerdo mi niñez y mi adolescencia, que éramos prósperos, vendíamos leche, pollos huevos, y porcino. En mi juventud seguíamos en las mismas condiciones, creo que mejor. Yo trabajaba a la par de mi padre, habíamos tenido que ocupar dos peones porque no dábamos abasto. Porque por idea de mamá, también hacíamos queso y ricota. Todo por mayor.
Mis padres dejaron este suelo, para irse a eternas lejanías, en la década del sesenta, ella, unos años después que él. Yo ya tenía mi familia, que residía conmigo en la chacra.
Ya en los setenta, todo cambió, mi hijo, que me ayudaba se fue a la ciudad, quería ser abogado. Allá en la capital desapareció, era la época de los militares. Hubo llantos, denuncias, reclamos, nunca vimos su cuerpo, ni le pudimos dar la ceremonia de tumbación. Mi hija decía, que por eso nunca elaboramos el duelo. Mi mujer decía, que estaba vivo en alguna parte. Era una época mala, tanto en lo social como en lo económico. Ya no vendía mis productos como antes. Estaban los Mastellone, que habían hecho un monopolio de la industria lechera, así que había que vendérsela a ellos o tirarla, por supuesto, que el precio lo fijaban ellos, fabricar los quesos, tampoco pudimos, todo lo lácteo debía pasar por La Serenísima. Mi pobre chacrita, nunca iba a poder competir con ese imperio. En cuanto al criadero de cerdos y pollos lo manteníamos independiente, la huerta, como entonces, era para el consumo de la familia. Llegó el día que mi hija se casó y se fue a vivir a Mercedes, cerca, pero ya no era lo mismo. La extrañamos muchísimo, pero era la ley de la vida. Con el tiempo también se nos puso difícil la venta de pollos, ya habían instalado otro imperio, al cual debías venderle tu producción. Decidí no hacerlo, total para los dos solitos nos alcanzaba con lo que nos pagaban los Mastellone. Con los cerdos no hubo problemas, lo vendíamos directamente nosotros, ya nos conocían y se ganaba bien para las fiestas u ocasiones especiales de las familias.
Laura, mi esposa, se durmió para siempre en los noventa, Quedé solo, había días que no quería seguir viviendo. Mi hija me visitaba, pero no muy seguido, tenía tres niños y trabaja de maestra en Luján. Pensaba que hacía demasiado, pero era la vida de ella y no podía interferir.
El nuevo milenio me encontró cansado, viejo y sin nada, mis lecheras eran viejas como el dueño, los terneros los había vendido, porque la mayoría eran machos, dos hembritas, las dejé, pero era muy poco, para ofrecer al monopolio. Había hecho aporte, mi hija me tramitó la jubilación, que cuando la cobré, me sorprendió la miseria, ella al verme tan desilusionado, me ofreció ayuda, a la cual no acepté, porque aún tenía chicos que mantener, el marido había muerto en un accidente, así que ni pensión tenía. Con la quintita, el gallinero y la jubilación vivía, pero yo deseaba ayudar a mi hija. Con mis magras ganancias, imposible.
Fue un día que ella me visitaba y me decía que su hijo mayor que-ría estudiar en la capital, que rememoré todo lo de mi hijo, ella me hizo comprender que ahora no pasaba, sí pero estaba la inseguridad, peor que antes porque te mataban por un peso.
La cuestión era, que ella lo dejaba ir, pero no podía pagarle el pasaje, la comida, porque iba y venía en el día, tomaba dos colectivos y el tren, además los libros, los apuntes y se sentía mal por no poder ayudarlo. El chico era muy estudioso y merecía apoyo. Además estaban los dos más chicos en el secundario, que era obligatorio y también necesitaban cosas. Me sentía un inútil, toda la vida trabajando y no poder ayudar a mi hija ni a mis nietos. Pensé en vender la chacra, pero quién me la iba a comprar, sólo alguien que pensará trabajar para los monopolios, porque la producción seguiría siendo pequeña, pensé también en alquilarla, nadie me ofreció nada.
Entonces fue que recordé las palabras de mi padre. Vivencié todo aquel momento, el mapa hecho por él, el baúl, traído de Italia, aún estaba, yo nunca quise deshacerme de él, era parte de mis raíces. Estaba en un cuarto que no se usaba, fui directo a él, la tapa estaba contra la pared, me costó abrirlo. Para sorpresa mía, allí había de todo, pero eran sólo recuerdos del antiguo continente, fotos, tejidos, porcelanas. Un fajo de papeles, allí estaba la escritura de la chacra, partidas de defunciones de mis abuelos y documentación personales. Mi padre había agregado las partidas y los documentos de sus padres, yo no lo hice con las de los míos. En ese fajo de documentación estaba el documento italiano de él y el mapa, hecho en una hoja de cuaderno, lo miré varias veces, atrás estaban las instrucciones, debía ir hasta el viejo ombú y cavar en la raíz más gorda, que sobresalía a las demás. Para sorpresa mía todas eran gordas y sobresalían. Por más que pensara cuál era, la de la época de mi padre, no la veía y no quería estropear todo el árbol. Me pasaba horas mirándolo y no me daba cuenta. Hasta que un día se lo conté a mi hija, ella observó detenidamente el mapa y concluyó que el camino terminaba en la raíz de atrás del árbol. Fuimos a examinarlo y había cuatro grandes salientes a la superficie. Salió y luego volvió con una lupa. Me dijo que con ella trataríamos de ver cuál era la más antigua. Así fue que ella descubrió, que era la segunda a la izquierda. Ambos comenzamos a cavar allí, tuvimos que sacrificar gran parte de la raíz, porque era enorme, habían pasado más de sesenta años. Me senté estaba agotado, ella también, tomamos unos mates y continuamos. Tuvimos todo el día hasta que al final, dimos con una caja de lata de galletitas Canale, que se vendían en aquel tiempo. La sacamos, era pesadísima. Mi hija la llevó presurosa adentro, eran tiempos de tanta inseguridad. Ya en el interior de la casa, tratamos de abrirla, estaba herrumbrada, ella hizo palanca con un destornillador y la abrió.
¡Oh! Estaba llena de monedas de oro, muy antiguas. Ella dijo que debían costar una fortuna, que no le avisara a nadie, ella averiguaría en la Capital. Porque las consideraba de gran valor, ya sea por la antigüedad o por el oro. Antes de irse me hizo muchos encargos sobre dar información, la escondió en la casa y me dijo que fuera a rellenar el pozo, que habíamos dejado y que aún no tirara las raíces. Yo no pensaba hacerlo, las usaría para arreglar el gallinero. Ella tomó algunas para mostrar a los posibles compradores. Pasaron unos días y aún no lo había hecho. A la semana me llamó y tenía varias ofertas, que no variaban mucho entre sí, antes me las había hecho pesar, sin la lata, porque a algunos les interesaría fundirlas para utilizar el oro en joyas.
Me llamó por teléfono que pasaría a buscarme para ir a la Capital, vino con su viejo auto y allá fuimos, mientras en el camino me decía, que realmente mi padre me había dejado una fortuna. Yo no estaba muy convencido, ella me dijo que costaban alrededor de dos millones de dólares, implicaría en nuestros pesos, más o menos ocho porque el dólar estaba bajando en el mundo financiero. No lo podía creer. Ella muy segura, dijo que eran europeas, los abuelos las trajeron cuando vinieron y nunca las gastaron. Ahora venderíamos la mitad a un coleccionista europeo y la otra a un negociante de aquí, para fundirlas. El coleccionista pagaba un poco más, pero no quería las repetidas. Fue así como las vendimos. Mi hija abrió una cuenta en el Banco Provincia de Buenos Aires a mi nombre, yo la corregí agregando el de ella también, era mi única hija y ahora heredera. Fue así que al recordar aquellas palabras milagrosas, que me dijera mi padre en mi niñez, mi triste anochecer, pasó a ser un glorioso amanecer, porque mi hija y sus chicos vinieron a vivir conmigo, compramos una casa grande, en el centro de General Rodríguez, mi hija, pidió el traslado de su puesto, ya le faltaba poco para jubilarse. Los chicos pudieron ir a la universidad ya sin sacrificios extremos.
Así estoy pasando mis últimos años en paz y felicidad gracias a las palabras milagrosas de mi padre.
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