Nery
Autora: Raquel Pietrobelli - (Resistencia - Chaco)
Primera Mención de Honor
otorgada por Creadores Argentinos.
Del libro “El instante detenido” , setiembre de 2016
Estoy en la misma roca, donde la conocí.
La vi de lejos. El manto negro de su pelo largo y lustroso, es lo primero que me llamó la atención. Se agitaba como un pájaro inquieto, contra el cielo azul.
Las espumas del mar se encabritaban contra el acantilado, y el rumor delicioso de las olas revolcándose en la arena, me embargaban a un estado de ensueño.
Pasé a su lado, pero ella ni se inmutó. Siguió mirando el mar. Arrobada, abstraída, ausente... Estaba sentada en la piedra, con los brazos reposando en sus rodillas, escrutando el horizonte. Tuve la urgencia de plasmar ese instante, que parecía un momento mágico: belleza, cielo, naturaleza, ausencia…
Su posición encajaba en ese retazo de cielo; su imagen desvaída, su silencio, su solvencia de estar y no estar. El click de la cámara la despertó de su letargo, me miró con esos ojazos grises, lejanos, hermosos, sin tiempo. Tuve vergüenza de ser un intruso. O, tal vez, de romper ese momento ideal, de malgastar esa visión onírica.
Me miró y sonrió, como perdonando mi embarazo. Creo que allí mismo me enamoré.
No era su belleza, o el encanto irresistible que te impone cierta lejanía, diría, hasta cierto rechazo, indescifrable indiferencia sutil, instalada como atractiva barrera.
No era la dulzura que exhalaba esa piel blanca, prometedora. No eran esas piernas largas, infinitas, que confluían en lo que presumía un volcán agreste... Lo que erizó mi piel.
Fue el imán de esos brazos en forma de nido, que me guardaron, aún sin conocerme, aún sin rozarme siquiera.
Fue esa conmovedora indefensión, esa soledad teñida de años, esa inocencia inescrutable, lo que me traspasó el alma.
Cuando pude mirar esos ojos, casi no pude sostener su mirada, porque insistir, era violar esa pátina de impenetrabilidad que emanaba.
Sin perder el tiempo, la invité a caminar por la rambla casi desierta, en ese principio de otoño. Y nos perdimos en la tibieza del sol, en una charla que desbarrancó a borbotones. Me di cuenta, henchido de una repentina felicidad inexplicable, que Nery, así se llamaba, tal vez, me correspondía, y que yo encajaba en su vida, como una horma agorera y perfecta.
Su voz era una melodía, hablaba como susurrando. Se movía de la misma forma, con una extraña fascinación, como desplazándose sin caminar.
Me contó que le gustaba la música, que estudiaba guitarra. Cuando la escuché por primera vez, comprobé que aparte de hermosa, era una eximia ejecutante. Sus dedos gráciles acariciaban esas cuerdas mágicas, y los acordes se desparramaban en mis oídos, en una mareante orgía de fas y soles; no pude más que admirarla. No podía entender cómo, detrás de esos ojos enormes, inhóspitos, escondía tanta pasión, tanta calidez para enloquecer esas cuerdas y hacerlas hablar el idioma universal de una melopea profunda e hipnótica.
Todo pasó muy rápido. Yo enloquecí de amor, y ella, se dejó amar.
Fue una gran sorpresa para mí, que nunca hubiera estado con alguien antes; lo que me hizo pensar, más que nunca, que en ese amor casi todo era irreal. Fui su maestro, su guía, su cancerbero fiel. Bebí de ese néctar que la vida tan generosamente me ofrecía, y libé las mieles del destino.
Me contó que sus padres la abandonaron de chica, estaba más que sola en la vida. Me hizo jurar que nunca le preguntaría por su pasado, porque la ponía triste. Y así fue. Yo respeté sus tiempos, sus silencios, sus evasivas. Nery era la arcilla que mis manos cincelaban todos los días. Yo era el buril que arañaba su tosca roca, moldeaba su figura, su alma, hasta convertirla en la mujer sumisa que me amaba. Al menos, eso es lo que yo creí.
Transcurrieron los días, y el volcán amainó sus lavas, pero la fascinación que ella me despertaba, seguía intacta. Fue una extraña, obcecada obsesión.
Intuía que mi amor era tan grande, que abarcaba ese pedestal que era ella. Algún día bajaría, desnudaría su alma. Y todo sería posible, asequible, palpable.
En las vacaciones, siempre elegíamos las playas. Ella daba largos paseos por los acantilados, sorbiendo el aire marino. Así la conocí, y así la comprendía.
A veces yo creía que ella era inexpugnable, que se diluiría en el paisaje, se convertiría en una roca, y se ensamblaría al mismo. Era, el paisaje.
Luego, fui descubriendo que tenía fascinación por el agua, la lluvia, el perfume que manaba de la tierra, cuando era castigada por los goterones de algún chubasco. A veces, en verano, se desnudaba, impúdica, en nuestro pequeño patio, y se revolvía entre las ráfagas de lluvia, danzando en extrañas contorsiones. Creo que eran los únicos momentos en que sus ojos perdían esa opacidad de siempre, y se volvían brillantes, dulces, bañados con el candor de la felicidad.
Era esbelta, etérea. Comía muy poco, porque cuidaba en extremo su salud. Pescado, vegetales crudos, semillitas prodigiosas. De allí, tal vez, esa piel blanca y tersa.
Me acuerdo como si fuera hoy, el fatal momento en que le propuse ir unos días a Nueva York.
Fueron momentos hermosos, de novedades y asombros, en ese mundo nuevo. Nery era una plácida compañía, sin exuberancias ni imprevistos.
Terminó nuestra gira, en la frontera de Estados Unidos y Canadá, en Niágara Falls.
Fue en la mañana previa a nuestro regreso, que me desperté, y no la encontré a mi lado. Pensé que habría salido a caminar, como era su costumbre.
La divisé de lejos, entre la algarabía de unos turistas japoneses. No sé por qué, asocié la escena a ésta, en Mar del Plata, cuando la conocí. La misma magia, el mismo embelesamiento, la misma inquietante incertidumbre…
Tampoco resistí la tentación, y saqué mi cámara. Su perfil griego se recortaba en la ebullición de las aguas atronadoras, y su pelo, igual que entonces, danzaba ante la fuerza invisible de una naturaleza implacable.
Casi no quise molestarla, ante esa vastedad salvaje, exponiéndose furiosamente ante nosotros. El ulular de las toneladas de agua cayendo, hacía casi imposible oírnos.
¿Será por eso que no se dio vuelta cuando la llamé? ¿O, tal vez. no quiso darse vuelta? ¿Me habrá querido ignorar, tan solo? ¿Me habrá amado alguna vez? ¿O a ella lo único que siempre le interesó fue seguir esa fuerza indómita de su naturaleza, cumplir con su destino, según las huellas de una ruta ineludible?
Hasta hoy me atormentan esas preguntas, que quedaron sin respuestas. Lacerantes interrogantes que nunca pude develar.
Me hubiera gustado que me mirase, que me transmitiera algún resquicio de alguna culpa, alguna pizca de amor, o de adiós…
Algo, algo de conmiseración en esos ojazos que siempre me fueron fugitivos. De un salto, se trepó a la baranda de hierro.
Abrió los brazos en cruz, como queriendo adueñarse del mundo. y se lanzó a las aguas, como un títere desvanecido. El cotorreo de los japoneses se congeló al instante. Nadie gritó, ni habló, ni se movió. No sé muy bien qué pasó realmente. El tic tac de la vida se atascó. El mundo entero se detuvo con un chirrido atroz.
Mi corazón se detuvo. Los ríos se congelaron, los truenos callaron, las voces del universo enmudecieron, las flores fenecieron. La pulsión de la vida misma, desapareció.
Ese fue el silencio más aterrador que sufrí en mi vida. El más tortuoso, el más magníficamente doloroso y crucial que sentí jamás.
Por un instante, refrené el impulso acuciante de irme tras ella a salvarla, pero cuando volví a abrir los ojos, ella ya era espuma en la espuma, fragor en el fragor de esas aguas espeluznantes y amenazadoras.
En un instante, parece que la vida volvió a arreciar. Grititos histéricos salían de las gargantas. El corazón dio un respingo, y volvió a andar. Los pájaros volvieron a batir sus alas, y las flores renacieron, moradas, amarillas, blancas, hiriendo los ojos, en medio del follaje lustrosamente verde, que salpicaba algunas rocas musgosas.
Nereida se fue. Se fue con sus misterios, su belleza impoluta, llevándose las respuestas a otra parte.
A veces creo que he perdido la razón. No sé si Nereida realmente existió, o fue tan sólo un invento de una mente afiebrada y solitaria.
Algunos amigos, de tanto en tanto, me hablan de ella, y me confirman que no fue un sueño. Me dijeron que la vieron en una isla del Mediterráneo, en frente a Sorrento, cerca de Capri, sentada en una roca, mirando el mar. No me cabe duda, que si hubiera sido Nereida, estaría en esa posición.
¡Pero la gente es tan fantasiosa! Teje historias absurdas, que nadie cree. No entienden, que yo mismo fui testigo de su suicidio, en las cataratas del Niágara, hace ya algunos años.
Acaricio la foto ajada. La última.
Las voces del mar me susurran una extraña letanía.
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