El hombre y el río
Autora: Emma Perarnau - (San Luis Capital)
del libro: "Los rostros del tiempo" – Creadores Argentinos, diciembre de 2011
El hombre contempló el río sin sugerir alguna emoción con su rostro, evitando exteriorizar la complacencia experimentada ante la decisión tomada en el transcurso de esa mañana. Decisión sólida y sin retorno, como corresponde a todo individuo dueño de un poder monopolizado tras arrebatar sueños ajenos, escondido bajo una máscara barnizada con tintes de dureza y coloreada con pinceladas de egos inflados y de avaricias desmedidas.
El hombre caminó la costanera respetuosa del fluir zigzagueante del agua, sintiendo a cada paso los latidos producidos por el contacto del líquido acariciando las piedras. Había aprendido que ante la soberbia y el poder demostrado en todos sus actos no había enemigo posible que se le interpusiera. La distorsión que poseía sobre la dimensión de la autoridad lo colmaba de un deleite enfermizo y contaminado, había logrado conquistar todos los placeres banales y terrenales posibles tras ceder en su momento el escaso orgullo y la poca dignidad que poseía, precisamente, para lograr ocupar el espacio tan preciado considerándose bien pagado incluyendo intereses en moneda internacional y sin devaluar.
Sin más, descargó con firmeza la orden tajante y exenta de cuestionamientos. Fue entonces que las máquinas penetraron en el río para comenzar a excavar y el bramido de los motores dio vida a los gigantes con garras constituyendo una escena descarnada y sinrazón.
Rugidos y lamentos tiñeron con sombras el paisaje a partir de ese momento: el día en que el hombre decidió cavar el río para modificar su lecho y así, moldearlo a su antojo. Las orugas metálicas transmutadas en invasores con exagerado desasosiego, incapaces de sentir los latidos permanentes que justificaban la existencia del río cavaron sin descanso, escarneciéndolo todo con cierto descontrol, hurgando más allá de lo palpable y de lo visible buscando la nada, hasta lograr apropiarse de un lecho milenario que no estaba dispuesto a rendirse. Luego, el hombre indicó con precisión dónde debían colocarse los caños, que simulando venas artificiales trasplantadas, desviarían el cauce en la dirección dispuesta.
Día a día los lamentos del río fueron aminorados por los pasos firmes del hombre con poder de decisión y con ceguera en el entendimiento que supervisaba prolijamente la tarea encomendada a las máquinas, más que a sus conductores. Así fue como el río se quedó sin entrañas, ya que las piedras extraídas de su lecho fueron trasladadas a un descampado cercano improvisando montículos secos e inútiles.
El río gimió tímidamente una vez más como dando señales de que su voz todavía era capaz de reclamar, mientras el hombre reconocía que la contienda se había perfilado a la altura de una personalidad devastadora como la suya.
Cuando al fin el retumbar de los golpes cesó y los bramidos de los motores de las máquinas y los quejidos del río fueron silenciados definitivamente, el hombre sonrió y esta vez, siendo incapaz de disimular la soberbia que emanaba de sus poros se autonombró el vencedor en esta batalla promovida por la terquedad.
La calma aparente propició que los pájaros comenzaran a animarse en las mañanas y que los niños, tímidos y desconfiados, se acercaran al agua con cierto recelo sin atreverse a disfrutar del río que todavía no recuperaba su claridad ni su lecho original.
Aquella noche, cuando el hombre dormía como único amo, también, de su sueño y de su cama, la lluvia se corporizó en grandes gotas para luego convertirse en un diluvio por horas, conformando el preludio de un amanecer nublado y opaco, silencioso y quieto. Aunque la tormenta ya había pasado, el hombre decidió descansar por más tiempo, ya que él podía ir a trabajar cuando así lo decidiera, por algo era quien conducía el destino del lugar.
Sin aviso, el ruido ensordecedor lo desprendió abruptamente del abrazo de las sábanas, sobresaltado se asomó por la ventana logrando focalizar una gran masa de agua lodosa que con rapidez sobrepasaba el cauce normal del río y que avanzaba estrepitosamente amenazando con inundar y con aniquilar todo lo que se le interpusiera, inclusive su propia vivienda.
El río, espíritu libre, decidió recuperar la magnitud de su energía creadora sin necesitar permiso de éste o de cualquier hombre, acrecentando su cauce descomunalmente, clamando y bramando mientras reacomodaba su lecho al mudar piedras y lodo a voluntad. Y ahora, magnífico e imponente, demostrando todo su vigor y su potencia arrasaba con todos los obstáculos riendo a carcajadas mientras miraba a los ojos al hombre, quien aterrorizado se descubría pequeño e insignificante sin lograr comprender que al río no se lo provoca y mucho menos, se lo mutila. Claramente, se lo respeta.
El río ya había recuperado la calma acostumbrada cuando el hombre fue encontrado en su dormitorio, caído en el piso, cerca de la ventana. Extrañamente, sus ojos, muy abiertos, evidenciaban todavía una humedad exagerada surgida de un llanto compuesto por lágrimas de agua dulce. Contradictoriamente, el resto de su cuerpo se mostraba desecado como un higo expuesto al sol ardiente del verano; sin una gota de sangre. Sin un ápice de vida.
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