Polémico artículo sobre Almafuerte

Autor: Ignacio B. Anzoátegui

Se parecía a Sarmiento, pero no tenía jeta de mulato. Pensaba como un negro gordo.
Usaba unos anteojos de cura que le hacían cara de apóstata. Toda la ilusión de su vida fue subirse alto para gritar. Los hombres que se insolentan con Dios no saben lo que hacen. Dios, que nos conoce a todos desde el principio, los obliga a nacer imbéciles. Esta es la primera medida; la más brava es la última. Para entenderse con Dios hay que tratarlo bien. Al fin y al cabo El no tiene la culpa de ser tan poderoso. Porque es indudable que los que odian a Dios odian el poder de Dios; les parece poco democrático. A Almafuerte le pasó eso, aunque tal vez él no se diera cuenta.
La mayoría de sus cronistas dicen que fue un cristiano primitivo. De ser así habría que renegar del primitivismo. Afirmar que Almafuerte era un cristiano es una verdadera infamia. Almafuerte no tuvo nunca el mínimum de religiosidad necesario para ser hombre. Fue un sentimental y por eso se le creyó religioso. Pudo ser lo primero, porque eso no cuesta nada; pero no pudo ser lo segundo, porque era un gato. Tuvo vida pero no supo aprovecharla; tuvo corazón y lo desperdició en alharacas, en lugar de usarlo en corazonadas.
Se vistió de profeta para engañar a los hombres y fue el primer engañado. Desde el principio se juntó con gente de mal vivir y de mal pensar. En aquella vida aprendió la insolencia que le acompañó hasta la muerte y que les dejó después a sus discípulos.
Almafuerte tenía adentro la miserable confusión del mar y la prepotencia de las cosas monstruosamente inútiles. Su vida fue la de un pobre hombre con pretensiones de genio. Su muerte fue toda una posibilidad de descanso que Dios le daba.
Nació en San Justo (provincia de Buenos Aires) el l0 de mayo de 1854. Un pueblo de calles polvorientas; de esos de la provincia, que tienen alrededor de la plaza un hotel con dos billares, una iglesia de mal gusto y una Municipalidad con aspecto de Unione é Benevolenza.

Se llamaba Pedro B. Palacios. De sus primeros años yo no conozco nada, pero se sabe que cualquiera edad es buena para perderse.
A los diez y siete años era maestro en una escuela. Más tarde quiso jubilarse, pero como los apóstoles no deben jubilarse nunca, no le hicieron caso. “Solicito mi jubilación -decía- como maestro de escuela en nombre de la vida de sacrificio anónimo que he llevado siempre; en nombre de millares de jóvenes que he formado, buenos, heroicos, justos, enamorados de la luz; la madre de los hambrientos y de los tristes, que aguardan esta jubilación como una lluvia de paz y de consuelo".
La literatura del juez era mucho más seria: “No ha lugar, por carecer el solicitante de títulos profesionales".
En el grupo de Claridad se comenta todavía esa aventura administrativa con un dejo de lágrimas salobremente proletarias:
“Así vivió aquel hombre bueno, bueno por sobre todas las cosas. Murió pobre. Pobre de vil metal, pero multimillonario en obra fecunda. No dejó herencia para los suyos, pero la dejó para la humanidad, que siente y piensa, que quiere obras y no títulos, que otorgará a los maestros la pensión milenaria del recuerdo y suprimirá las pensiones fantásticas de los que se jubilan con varios miles, sin más méritos que los de haber servido servilmente a un caudillejo bruto, soberbio, engreído y falaz".
Este comentario no es del siglo pasado. Se publicó en el año 1930. Almafuerte representó maravillosamente a su época. (Yo no tengo la culpa de que esta vulgaridad se aplique a todos los grandes malos poetas.) Se hablaba entonces de las fuerzas de la naturaleza, de la savia fecunda y de la semilla de la idea, como siguen hablando todavía los dirigentes socialistas. Eran los días de los cuellos Mey y de las estrofas vibrantes, de los profetas que tomaban mate y de los poetas que creían en Cristo como un apóstol de la Democracia. Fue el poeta de la caridad proletaria y el maestro lleno de heroísmos patrióticos, aunque de puro protestador le gustaba pasar por anarquista.
Se creía parecido a Isaías, pero en vez de profeta resultaba un ventrílocuo. A las putas las llamaba señoras: hacía eso para que lo tomaran por un hombre genial. Eran los compromisos de la popularidad. Para escribir sus cosas usaba recursos de antropófago.
La última barbaridad que compuso fue la del káiser Guillermo. La gente se acuerda del Apóstrofo pero no se acuerda bien del tono disparatador.
Su mayor entusiasmo fue la miseria. En una de sus Milongas Clásicas declara con todo desparpajo:

Y voy a cantarte a ti,
¡oh mi chusmaje querido!,
porque lo vil y caído
me llena de amor a mí.


Por eso le interesaba la cuestión social y se sentía diputado de los pobres. Vale la pena citar una parte de su Milonga Higiénica, porque es bueno que la gente crea de vez en cuando en las cosas increíbles:


Vamos a ver, mis hermanos,
changadores, carniceros,
curtidores y cocheros,
y todos los artesanos.
Vamos a ver, mis hermanas,
planchadoras, lavanderas,
mucamas y cocineras,
niñas, mujeres y ancianas.
Vamos a ver, hermanitos,
no hay porqué ponerse serios:
se llenan los cementerios
de grandes y de chiquitos.
Primeramente, hijos míos,
mucho aseo, mucha higiene;
todo cuerpo limpio tiene
más res istencia y más bríos.
Mucho jabón y agua clara
hasta dejarse la piel
como pliego de papel,
como un mármol de Carrara.
Muchas fricciones después
con violencia, con dureza,
de los pies a la cabeza,
de la cabeza a los pies.
Así la sangre circula
y los poros resplandecen
y las carnes se endurecen,
y la vida se estimula.
Así consigue cualquiera fortaleza
y lucidez y volver a la niñez
sin llegar a la tontera.


Cuando se metía con Dios lo hacía casi siempre en endecasílabos, porque a Dios era necesario gritarle para que oyera. La vejez le había puesto un poco sordo:

¿Dónde está tu padre? ¿Desde qué cumbre
circunscripta de montes y de llamas;
desde qué horrible abismo impenetrable,
rodeado de pavores y fantasmas;
desde qué nube triste, vagabunda,
llena de tempestad y de amenazas;
desde qué vil girón del universo,
como náufrago errante por la nada
presientes el derrumbe y no te asomas,
y oyes la voz de tu poeta y callas?
¡La voz de tu poeta que te adora
en el día, en la noche y en el alba,
sobre la oculta pira de tu pecho
y en el público altar de su palabra!
¿Qué meditas, Señor? ¿Por qué dispones
que así te llame un corazón, y callas?
¡Y callas!, como el ídolo sin lengua,
como el muñeco rígido sin alma
que consagraron Dios el fanatismo,
la miseria, el temor y la ignorancia.


Jesús, en cambio, era distinto de Dios y, como había vivido entre los hombres, resultaba a veces bastante amariconado.
Entre otras cosas le decía:


Gracioso nenúfar de flores de nácar.


El triunfo de Almafuerte estaba asegurado. Una noche sus amigos le llevaron a declamar El Misionero al Teatro Marconi. Al salir, la multitud desenganchó los caballos del coche en que iba y se lo llevó a la rastra.
Ya en plena glorificación, la ciudad de La Plata se dedicó a ofrecerle homenajes con la misma facilidad con que se ofrecen banquetes. El caserón del Teatro Argentino fue el campo de sus mejores triunfos. Ahí leyó su Cantar de los Cantares ante la gente frenética. A los nueve meses la población de La Plata aumentó sensiblemente. El Cantar es un poema anatómico que empieza así:

Níveo cáliz de magnolia
decorando los retoños de la rama
cual un ánfora de sueños, es tu frente.
Sí, tu frente,
hija mía, madre mía, novia mía:

es el gótico remate de la rama.

El descubridor sigue dibujando su mapa anatómico y al llegar a Flandes se desvía con una inocencia impresionante.
En 1910 la juventud estudiosa de La Plata le ofreció una tremenda demostración. El poeta dijo este discurso:

Espantable honor, señores y señores, porque la mano perversa y curiosa del análisis, se alzará inexorablemente alguna vez -acaso acaba de alzarse- y derrumbará todos estos castillos encantados y encantadores; cercenará los robles y los laureles con que tan ingenua, tan fácilmente me glorificáis; me arrancará con deterioro de mi propia piel, ese dorado cuero de león con que me habéis revestido, me desalojará del eminente pedestal en que me tenéis colocado como un Cristo de los Andes o como una estatua de la Libertad iluminando al mundo; pondrá mi paupérrima persona y mi pauperrísima obra poética en el escalón intermedio que les corresponde en justicia; reducirá todas estas enormidades a su proporción exacta...; y el monstruo fantástico que habéis hecho de mí retornará tristemente hacia la hormiga diminuta, y la montaña colosal hacia el misérrimo grano de mijo".


Almafuerte acertó en todo su destino, pero se equivocó en una cosa: en poesía no hay escalones.
Gozaba de gran popularidad en La Plata, donde lo conocían todos los cocheros. Los cocheros y los universitarios, que son los que imprimen carácter a la ciudad.
Sus amigos preferidos fueron los vendedores de diarios. Cuando Almafuerte volvió a su pueblo, la gente se amontonaba en las estaciones del trayecto para verlo pasar. Viajaba en gira triunfal, con un guardapolvo de seda entallado y un bastón de caña. De vez en cuando se abría el guardapolvo para que le vieran la cadena del reloj.
Murió en La Plata el 28 de febrero de 1917. Tal vez se haya salvado, porque a menudo a Dios le gusta emplearse a fondo.

Artículo de Ignacio B. Anzoátegui, extraído del libro que lleva su nombre escrito por por de Jorge N. Ferro y Eduardo B. M. Allegri ( Ediciones Culturales Argentinas)

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Breve reseña biográfica de
Pedro Bonifacio Palacios
Almafuerte


Nació en San Justo (Argentina) con el nombre de Pedro Bonifacio Palacios, el 13 de mayo de 1854.

Tuvo una infancia difícil.
. Huérfano de madre, a edad temprana, quedó bajo el cui-dado de sus parientes, tras el alejamiento de su padre, pade-ciendo carencias económicas y afectivas.

Tras una breve incursión en el campo de la pintura, pretendió ob-tener una beca para viajar a Europa a perfeccionarse, pero el gobierno la rechazó. Así co-mienza su inclinación por las letras y la enseñanza. En esta última actividad se desempeñó dirigiendo una escuela en Cha-cabuco, bajo la presidencia de Sarmiento.
Tenía sólo 16 años, y carecía de título habilitante, por lo cual perdió su trabajo.
Sin embargo, muchos opinan que esto ocurrió a causa de dar a conocer escritos y poemas de tinte político y contrarios al gobierno.
Recién retornó a la actividad pedagógica en 1894, en un colegio de Trenque Lauquen, donde sólo trabajó dos años, otra vez por sus controvertidas opiniones políticas.

En el lapso en que no ejerció el magisterio, trabajó en la Cámara de Diputados de Bue-nos Aires y posteriormente co-mo bibliotecario y traductor.
En 1887, se mudó a La Plata, donde se desempeñó como periodista en el diario “El pueblo”.

Vivió la transición entre el ro-manticismo y el positivismo, no pudiéndose encuadrar a su obra en un estilo determinado.
Sus creaciones manifiestan su propia subjetividad: su dolor an-te el sufrimiento humano, sus dudas y su prédica hacia un mundo más lu-chador y justo.

Aunque utilizó varios seudónimos, el más conocido es el de Almafuerte.

Se destacan entre sus obras:

“Lamentaciones” (1906), “Evangélicas” (1915),
“Poesías” (1917),
“Nuevas poesías” (1918), “Milongas clásicas”, “Sonetos medicinales” y “Discursos” (1919).
Su poema “Piú Avanti”, es uno de los más afamados, y se incluyó en “Los siete sonetos reparado-res”, dentro del “Cantar de los cantares”.

También pueden citarse:

“La inmortal”,
“El misionero”,
“Trémolo”
y “La sombra de la patria”.

Falleció en La Plata, Argentina, el 28 de febrero de 1917 a la edad de 62 años.

 

 

 

 


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